Opinión
Urge en Puebla voluntad de servicio
La leyenda aquella del monarca que se disfrazaba de mendigo y salía por las noches al vecindario a indagar lo que realmente opinaban de él sus súbditos. Con las modalidades del caso, debiera ser una práctica permanente para funcionarios, gobernantes o prestadores de servicios.
Uno lo hace, sin proponérselo, de manera cotidiana, y se encuentra uno que personal que atiende al público, sea en una dependencia o en un establecimiento comercial, por lo común brinda un trato muy negativo, a veces hasta hostil.
Sólo por excepción se encuentra uno lo contrario, personas que se esmeran en atender, ofrecer información, un servicio, disipar dudas.
¿Qué revela esto? Entre otras cosas, que el titular responsable o dueño, o no está al frente de su responsabilidad o negocio, o no le pone el menor cuidado a este aspecto fundamental de su quehacer.
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En el caso de los comercios es evidente que los dueños desdeñan este aspecto clave en su negocio, hasta pareciera que no les interesa realmente ganar dinero.
Es común toparse con empleados que ven como una molestia atender a una persona que entra y pregunta por algo con el deseo de comprar o contratar. Lo ven como un intruso que llega a importunar su llevadero trabajo. Alguien que interrumpe su descanso.
A veces con desdén le contestan, o le muestran una carta de servicios, o le responden con monosílabos, o desean que a la brevedad se salga.
No hablo de memoria, reiteradamente he probado la disposición del personal de esas áreas.
Es muy común el gesto adusto, la respuesta por no dejar, o el lenguaje corporal que le dice a uno “mire, por favor no moleste”.
Es evidente que los dueños jamás han enseñado a su personal a sudar la camiseta, a meterles en la cabeza que, quien llega con actitud de comprar algo, les lleva dinero y de ese modo está asegurando empleos, ingresos, sustento.
Cierta ocasión entré a un restaurante y un mesero mostró un desempeño excepcional, se desvivía por atender, solícito en todo. Trataba al cliente casi como invitado especial a su casa. Al final, preguntándole la razón de su gratísima actitud, respondió algo así como:
-Mire usted, no lo hago tanto por lo que me pueda dar de propina, sino para que regrese, porque así yo conservo mi trabajo…
Alguien me decía: “mire, Puebla es una ciudad preciosa, tenemos muchas cosas a favor, el turismo llega de modo natural, ¿por qué no los dueños de negocios y los funcionarios cuidan todo el tiempo de mostrar una actitud hospitalaria, amable, servicial, un buen trato con la gente que entra a un negocio?
Es una gran verdad que pareciera no importar en absoluto a los comerciantes. Ocurre lo contrario, ciertamente, pero más como excepción que como norma.
Me tocó conocer al responsable de un hotel que era francamente la estrella del mismo. El rostro sonriente todo el tiempo, diligente, resolviendo cualquier cosa de inmediato, ejecutivo; él mismo con el ánimo resuelto a superar cualquier problema y un plus: dispuesto a atender todo asunto aún fuera de su incumbencia o del hotel.
Otro caso fue el de un mesero. Nada encimoso ni empalagoso, y menos con la actitud aquella de ver en cada comensal un borracho en potencia. Porque eso es muy común: no bien se sienta el cliente y le disparan una catarata de ofertas de tragos y bebidas, sin preguntar lo que se desea o mostrar naturalmente la carta.
Aquel era un mesero altamente profesional. Atento, amabilísimo, sonriente, que con tacto y distancia casi adivinaba los deseos de los comensales.
A distancia observaba, casi leía el lenguaje corporal o los labios de los recién llegados. Y discretamente se aparecía con lo que los comensales deseaban: servilletas, saleros, mantequilla, pan, carta de vinos, tipos de café, postres. Y siempre sin empalagar, a prudente distancia, esmerado, considerado.
Al platicar con él se pudo advertir su larga experiencia. Sabía aplicar la empatía, ponerse en los zapatos del cliente. El agradecimiento y las propinas eran generosas para él.
El dueño de un restaurante, hombre maduro, juicioso, profesional en lo suyo y a la vez respetuoso y motivador hacia su personal, solía decir a sus meseros:
-“No se les olvide nunca que la propina… se trabaja. Hay que trabajar la propina, muchachos.”
Él, por cierto, tenía una práctica nada común entre los empresarios de este ramo: tenía por costumbre pagarle su sueldo diariamente a su personal. Y solía argumentar: “ya se lo ganaron este día, tienen que llevar algo a su casa, ¿para qué les jineteo su paga una semana...?
Esa filosofía y otros aspectos de su condición como patrón, lo convirtieron en un empresario ejemplar en cierta organización sindical.
Cuando se habla de esto se suele escuchar la necesidad de una campaña gubernamental para infundir ese espíritu de amabilidad y servicio de los prestadores de servicios. Pero a mi siempre me ha parecido que una campaña se refiere a algo temporal, con un principio y un fin, y creo que esto debiera ser siempre, no temporal ni de ocasión.
Una tarea permanente, de penetración y convencimiento sistemático, de cursos y seminarios, de funcionarios y empresarios, y de ahí permear hacia todo el personal que atiende al público. Pero además con supervisión, seguimiento, evaluación, incentivos y reconocimientos.
Hay lugares o ciudades donde se aprecia, se siente y se disfruta de manera muy extendida esta actitud. No de unos, sino multiplicada y que llega a ser casi distintivo y que despierta el entusiasmo por volver, por comprar, por apoyar ese espíritu de lucha, de trabajo.
Me parece que, si hay voluntad, determinación y trabajo, nada es imposible.
Ahí está el reto…
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