Opinión
¿Qué hace la filosofía? (Parte II)
Pensemos en el viejo Platón. Una vez más. No por lo que haya dicho de la filosofía, o sobre el Estado o la belleza. Sino por los espacios que construyó para pensar el Estado, la belleza y la filosofía misma. Sócrates, ese avatar platónico, ¿qué hace, además de jorobar a la gente? Va e interroga a las personas sobre sus oficios y quehaceres. No les pide que sepan lo que hacen. Su actitud odiosa simplemente despliega un espacio de consideraciones sobre su proceder. Hace surgir los problemas que están a la base de los oficios. O bien, hace surgir los problemas frente a los cuales cada oficio constituye una respuesta. Pero cada oficio y cada respuesta son solamente locales. Es decir, el artesano, resuelve prácticamente, con su oficio, la pregunta filosófica por la belleza o por lo útil. Pero no se plantea la pregunta general ni por lo bello, ni por lo útil, no se diga ya por su relación.
Localidad. Entendamos por ello una región acotada del mundo. Locamente valen los principios explicativos más simples. Por ejemplo, que todo tiene una causa. Llueve porque se evapora el agua hasta que alcanza una cantidad y temperatura determinadas que obligan a la condensación. Las enfermedades tienen una causa, que puede ser tratada. Se gobierna porque la gente necesita de reglas comunes qué seguir. Pero si cada evento tiene una causa y ésta, otra causa … ¿hay algo que no esté causado por algo más o que sea causa de sí? ¿Hay una causa primera? Regreso al infinito. El infinito arruina la bella forma local. De hecho, son los límites y los umbrales en general lo que hace surgir lo normal y lo patológico. Por ejemplo: algo, nada, todo. El uno, el cero y el infinito (un infinito, diremos). Son objetos terminales o iniciales, desbordamientos. Nada hay impensable en ellos. Es más bien que llevar las cuestiones hasta su límite produce paradojas, perplejidades. En el límite nada se comporta bien, es decir, de acuerdo con el sentido común. Pero no es posible quedarse en el terruño, permanecer en casa. Sócrates solamente extiende las cuestiones por fuera del umbral del hogar. En la intemperie de lo ilimitado, por ejemplo, o de lo infinito, se prueba el provincialismo de la vida cotidiana y sus certezas.
La matemática nos proporciona dos ejemplos preciosos. La geometría que reinó durante siglos fue la presentada por Euclides. La geometría no euclidiana aparece en el siglo XIX, pero no refuta a aquella. De hecho, solamente la vuelve local. Gauss o Riemann tienen toda la claridad en que el espacio euclidiano sigue siendo válido, pero solo de manera local. Eso significa, para superficies curvas: en el límite. Todo espacio curvo es, considerado en una región infinitamente pequeña, isomorfo al espacio euclidiano. En cambio, aparecen nuevos espacios hechos de trozos de espacio euclidiano “pegados”, componiendo formas globales más complejas, que serán exploradas por el análisis (que conocemos como “cálculo” diferencial e integral). La lógica experimenta un destino similar. La lógica clásica, caracterizada por los principios de identidad, no contradicción y tercero excluido, más su semántica (valores de: verdadero-falso) se convertirá en un caso más entre diferentes sistemas de deducción. Gotthard Günther aventuró la hipótesis de que localmente juzgamos el mundo con una lógica bivaluada (falso-verdadero). A cada localidad la llamaba “contextura”. El mundo estaría compuesto de múltiples contexturas. Las contexturas, a su vez, estarían conectadas entre sí. De este modo, aunque al interior de cada contextura valiera la lógica clásica, globalmente no sería el caso. En la teoría de topos, por su parte, podemos pensar los valores de verdad de un lenguaje formal a partir de un subconjunto suyo. Este subconjunto puede corresponder a un espacio simple de dos puntos: falso y verdadero. Pero podemos darnos espacios más generales donde los valores puedan variarse.
Volvamos a Atenas. Por vía del personaje llamado Sócrates, que Platón utiliza en sus diálogos, hace ver las cuestiones filosóficas fundamentales, en cuanto son llevadas al límite. Diremos entonces que, más allá de las supuestas enseñanzas de Platón sobre la dialéctica como método de la división, de la creencia justificada como camino a la verdad o de las ideas como entes autónomos y trascendentes, Platón produce espacios (topoi) para pensar: el ser, el cambio, la justicia, el amor. En la presentación de un libro sobre Platón, un enorme colega, Luis Fernando Mendoza proporciona esta clave de lectura de Platón, que se evade de la somnífera diatriba entre defensores e inversores del platonismo. Pregunta Mendoza: ¿qué es el diálogo sobre la República? ¿Una utopía sobre la ciudad perfecta? ¿Un alegato a favor de la filosofía como el saber que nos puede gobernar? ¿Un presagio de totalitarismo? No. Es un espacio. Una construcción conceptual que nos permite pensar la justicia en su límite.
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Platón, lo sabemos, no defiende tesis en sus diálogos. Juega al ventrílocuo. Hace hablar. Contrasta posiciones. No hay que pasar por alto nunca quién habla o a quién le habla. No hay una única posición, sino un entramado de ellas. Posiciones cuyas cualidades no permanecen iguales a como se presentaron en primera instancia. Se dice inicialmente algo y se concluye que lo opuesto era más bien lo supuesto. Dos posiciones antagónicas resultan ser la misma. Una posición y su inversa dan lugar a una tercera. Nada de lo que pueda decirse descansa sobre sí. Lo que se despliega es entonces un telar de posiciones y motivos, un espacio de argumentos que proporcionan las coordenadas para pensar las cuestiones fundamentales.
Pensar hasta el límite, pensar los límites y pensar en el límite. Es lo que exige la filosofía. Pensar hasta el límite es: sacar las cuestiones de su localidad, del sitio donde no parecen problemáticas. No es una excentricidad. La vida misma nos expulsa de cuando en cuando del terruño. La filosofía vuelve sistemática esta expulsión. La prosigue más allá de la excepcionalidad. Pensar los límites es pensar los bordes. Entre el ser y la nada. Entre algo, todo y nada. Si decimos que la filosofía exige salir de la localidad conocida, no es para revelarnos un único terreno más amplio, una nueva totalidad, sino una colección de espacios, distintos, pero interconectados. Diferentes contextos, diferentes sentidos, diferentes interpretaciones que son, a pesar de todo, un único mundo. El tránsito y las obstrucciones entre dichos mundos es lo que nos revela su conectividad esencial pero compleja. Los bordes de cada mundo, entre los mundos, las articulaciones, los umbrales, las transformaciones, las traslaciones, en suma, las flechas que nos llevan de un mundo a otro, sea en sentido estático o dinámico, implica pensar los límites. Finalmente, puesto que al dejar el sentido común y la certeza provinciana nos priva de nuestros espacios conceptuales usuales, pensar hasta el límite significa avanzar hasta donde tartamudean las palabras, desfallecen los conceptos y la claridad se esfuerza penosamente.
Salir de lo local. Reparar en los bordes. Reducir los supuestos al mínimo. Todo ello para construir un artificio conceptual con el fin de pensar y hacer justicia a las cuestiones de urgencia. Dicho artificio debe, necesariamente, separarse de lo inmediato. Debe enrarecer el aire. Despegarse de la piel. Con ello no se vive en el aire. No es para desollarse, vivir sin cuerpo. Sino para estirarlo, deformarlo, hacerlo aparecer por filtros y caleidoscopios. No está para darle refugio a nadie, una imagen, una historia, un cuento que contarse. No está al servicio de la identificación, de la parcelación, ni la defensa de las particularidades. Ella crea distancia, hace espacio. En ese espacio se multiplican las miradas. Esa multiplicación no produce, sin embargo, mundos paralelos, inconmensurables. Mundo, sólo hay uno. Pero no monotónico. Monotemático. Unidimensional. Este mundo no se contenta con la simplicidad, pero tampoco se expande multiplicando sus grados de libertad. Vive en la posibilidad y la restricción. Restricción que, por imponerse, produce todas las fricciones, los conflictos, los (des)encuentros. La restricción fuerza al mundo a plegarse, a tomar desvíos, a reconfigurarse, a veces a guerrear. La llamada finitud no es la cárcel que nos obliga a conformarnos con lo inmediato. Por el contrario. La finitud es la restricción que hace posible lo infinito, en vez de lo indeterminado. Lo infinito no anula las diferencias, sino que las prolonga hasta el límite. Accedemos a lo infinito por el límite y no suprimiéndolo. Vemos entonces en filosofía, como las moscas: con mil ojos. Y si esas miradas no avanzan indiferentes entre sí, es porque deben ser “compuestas”, entrelazadas, “pegadas”.
Pero entonces, ¿la filosofía no se parece demasiado al mundo que describe? Ella ¿no es parte del mundo? ¿No se convierten sus entramados conceptuales, artificios para pensar el mundo, en parte de éste? ¿Puede ella distinguir siempre entre lo que describe y lo que, secretamente, prescribe? ¿No hace al mundo mismo al pensarlo? ¿Y no se piensa todo el tiempo al hacer el mundo, aunque no explícitamente? La filosofía no puede evitar la paradoja. Porque si ella lleva todo al límite, ella no puede estar excluida. Y la paradoja última de la filosofía consiste no solamente en incluirse en el cuadro que ella pinta del mundo, sino en generar momentos de ambigüedad profunda, de nuevas perplejidades que, a su vez, deberán entrar en la lista de los problemas y los desconciertos. Nada se piensa sin un hacer. Y todo hacer, en tanto dirigido, concreto y conducido, tiene a la base un “pensar”, entendido como patrón.
La filosofía, ¿hace feliz o miserable? ¿O es indiferente a ello? ¿Debe hacerse filosofía por algún mandato, así fuese el que nos damos a nosotros mismos? Deberíamos haber comenzado por aquí, pero los momentáneos arribos que el pensamiento concede llegan de manera inesperada y sólo los colocamos al inicio a posteriori. La filosofía es una posibilidad. Surge de un descubrimiento y una fidelidad. Descubrimiento de la potencia efectiva del pensar: la capacidad de despegarse del mundo. Pero esta potencia es la fidelidad más profunda a él, porque con el pensar se le puede verdaderamente apreciar. La música debe retenerse en la memoria para experimentar toda su sonoridad, sus patrones, locales, como el compás, y globales, como cuando atendemos al género (una sonata, una fantasía). Por la capacidad de despegarnos de la donación inmediata es que migramos la atención del timbre de los violines al de los metales y al de un único corno. La música, como el mundo, no desfila simplemente, sino que envuelve, pero no sin la concurrencia de quien lo escucha. Bien puede pasar simplemente una pieza por nuestras orejas, o podemos tomarnos el tiempo para que se expanda su espacio. Esa atención analítica, pero no racionalizante, es análoga al pensar.
Otra vez. En la filosofía, ¿se practica por amor? ¿Por deber? ¿Por compulsión? En la filosofía se conjuga sí un amor. Pero no un amor al saber, como su nombre pareciera decirlo: filo-sofía. Es más bien un saber amante. Un doble amor: a las personas y a las cosas. Lo primero se llama justicia. Lo segundo, gozo. Un gozo al que no le interesa la justicia, es criminal. La justicia no tiene lugar sin el mundo y su cuidado. Entre ellas, las cosas y las personas. La filosofía intenta pensar diagonalmente. Y también hace uso de la curva: avanza de manera sinuosa, tratando de seguir no el camino más corto entre las cuestiones, sino el trayecto que más asuntos visita. No intenta colocar las cosas de un lado u otro, es decir, clasificarlas. Ni trazar las líneas definitivas del mundo: la mente vs. el cuerpo, lo divino contra lo mortal, el ser contra el pensamiento. Intenta, en cambio, hacer trazos nuevos, y ofrecer espacios donde se puedan realizar otros trazos. Es apremiante.
La filosofía busca hacer espacio a la verdad. Entendamos verdad como un hacer justicia. Hacer justicia a las cosas, es decir, al describirlas, pero también en su trato. Y orientarse por una justicia hacia los otros. El trato no deberá ser maltrato. La verdad como aquella diferencia que hace la diferencia frente a todas las otras diferencias debería poder ser pensada y deseada en los espacios de la filosofía. Sólo esto.
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