Opinión
Los nuevos censores
Finalmente reconocemos en nuestros tiempos décadas y siglos de agravio ejercidos por motivos de género, proveniencia regional, religión, lengua hablada, color de piel, etc. Nombramos, uno por uno, los grupos heridos, vulnerables. Y no acabamos. No podemos hacerlo. Necesariamente somos injustos, porque no es suficiente. ¿Cuántos géneros, cuántas regiones, lenguas y gradientes de color existen y han sido pisoteadas? Cuando nos entregamos a la tarea de la reivindicación, ¿no deberíamos comenzar por el hecho y el derecho de que nadie nunca y en ningún lugar puede pertenecer a un grupo plenamente? Si fuese posible, entonces contaríamos con definiciones: quién es hombre, quién mujer, quién indígena y quién no. Absolutamente, sin matices, sin grados, sin ambigüedades, desde siempre y para siempre. Pero la dominación comienza precisamente ahí, en la inmovilización.
Siempre hablamos en un nombre particular. Debemos hacerlo. Porque el dolor remite siempre y en cada caso a alguien, en singular. Nos levantamos como mujer o como latinoamericano o como indígena. Pero no porque lo seamos esencial u originariamente. El nombre que usamos cumple la doble función de identificarse como grupo con miras a la lucha organizada, pero también a la negación de ese nombre y lo que pretende apresar. Pero, al mismo tiempo, ese nombrarse debe tener la doble función de identificar un opresor… y de mostrar que no existe. “Existir” quiere decir aquí realidad sustancial, captable en una definición clara y distinta. Pero la identidad del “amo” es tan débil y relativa como la del “esclavo”, para usar el colorido lenguaje del hegelianismo.
La identidad del dominador existe en última instancia tan poco como la del agraviado. El primer paso en el proceso de descolonización latinoamericana debería consistir en reconocer que Europa nunca existió. Nuestra identidad, definida punto a punto como lo opuesto del hombre blanco europeo racional y cuerdo precisamente, cree que el hombre blanco europeo racional y cuerdo existe realmente. Primer paso: reconocer que Europa era ya mestiza, antes de conocer América… y que América nunca fue originaria, que ella llegó también un buen día a la historia.
Lo más poderoso del movimiento LGBTQ+ ha consistido en agregar al final de las siglas el signo “+”. Podrían haber puesto también una x. Lo de menos es cómo llenarla con alguna nueva identidad. Lo decisivo en la dominación y la discriminación consiste más bien en cómo se somete una x cualquiera a una función de dominación. Perseguir identidades es tomar sólo el resultado de dicha función. Así no puede comprenderse el efecto estratégico, cambiante y móvil del poder en general. Hoy nos empeñamos más en recolectar identidades que en comprender la función de discriminación que en buena medida las produce. Un ejemplo de ello es el celo con que censuramos el lenguaje con la supuesta intención de no ofender.
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Está prohibido decir palabras que apunten a cualquier condición que pueda sentirse ofendida. No se dirige, pues a investigar, cómo se entrelazan las palabras y sus usos para humillar, discriminar, herir o dominar. Se elige, en cambio, un grupo ofendido y se pide que no se le nombre. Éste existe, pero no debe ser nombrado, más con ello lo fuerza a existir en el silencio. Hace poco “limpiaron” los libros para niños de Roahl Dahl. Borraron todas las palabras ofensivas, por ejemplo, “gordo”. Podríamos haber adoptado actitud de científicos, reemplazando esa palabra por “sobrepeso” o haberla suaviazado. Ahora, es obvio el uso que hace Dahl del término: decididamente burlón. ¿Constituye eso una ofensa? Pero no, el censor decidió borrar toda la palabra. ¿Desaparece con ello todo mal?
Una palabra es un punto en una constelación, dada la frase, por el párrafo. Cuando se tapa una estrella, un elemento, permanece sin embargo toda la constelación para señalar el sitio de la palabra omitida. Es lo que hace el censor, por ejemplo, en la televisión: deja toda la frase y hace sonar un “beep” cuando llega la grosería. Se sabe lo que es la palabra. Se entiende quién la dice, dónde y por qué. Se alcanza incluso a reconocerla. En realidad, la censura de este tipo no busca hacer desaparecer nada. Al contrario: hace que suenen, simultáneamente, la palabra y su juicio moral. El censor nos invita a lo siguiente: escuchad esta palabra y mirad cómo la castigo. Miradme cuidar las buenas costumbres. El “beep” amplifica la grosería, la hace notar más, pero también al sujeto moral que la censura.
El moralista actual requiere del “gordo” para exhibir su superioridad moral. Lo usa. Promueve, precisamente, que exista el “gordo” para defenderlo. Lo infantiliza al tiempo que lo vuelve víctima introduciéndolo, así, en la economía de la lástima, de cual él, el moralista, saca la mejor tajada. Así reproduce y produce al “gordo”.
La palabra ofensiva es tan violenta que termina por ocultar el fondo desde donde saca su potencia. Parece que su fuerza es mágica, que ella, como palabra aislada, tiene un poder, así como abracadabra convoca la magia, de la nada. Pero, ¿nos detenemos a considerar el suelo que nutre a cada palabra individual? Desde chico recibí el apodo de “el chueco”, por un asunto de las articulaciones. El nombre era patentemente ofensivo. Pero no hacía sino condensar una cadena de asuntos, donde los niños que me habían puesto el apodo jugaban el papel menos importante. Las maestras, la escuela, el doctor, el hospital: ahí se fraguó lo verdaderamente incapacitante y constituyó el fondo desde donde el apodo adquiría su fuerza.
Si se hubiese prohibido en la escuela llamarme así, nada hubiera cambiado. O peor, se me hubiera privado del derecho a reusar las palabras. El moralista y censor quiere convencernos de que las palabras tienen un valor denotativo y no una potencia estratégica, performativa. Es decir, no es lo que la palabra “dice”, sino lo que “hace”. Pero la fuerza subjetiva se prueba en la capacidad de conmover el sentido, la dirección y la potencia de las palabras.
Un insulto pierde su potencia si el agraviado no ejecuta la función por la cual se identifica con el nombre que le asignan. Pierde su fuerza entonces cuando aquel no se encuentra fijado en un marco de asimetría de poder. Pero también se puede triunfar sobre el poder humillante de ciertas palabras a partir de lo que el agraviado logre hacer con los insultos. El apodo que me dieron se convirtió en apelativo cariñoso que sólo los más allegados podían invocar legítimamente. En un escenario brutal, la comunidad negra norteamericana convirtió el humillante nombre con el que los esclavistas y confederados se referían a ellos en un término de camaradería. Un colega hacía la observación de cómo muchos insultos son también palabras que expresan cercanía, como güey en México o hueón, en Chile. La misma palabra puede ejercer un poder liberador u opresor. Prohibir las palabras las hace fuertes y las fija como destino silencioso.
El otro lado de la ecuación en el acto de censura lingüística lo constituye nuestra perpetua condición de indignados, la situación en la que todo nos parece ofensivo. La supuesta medicina, la censura y la no exposición al malestar, ante largos tiempos de humillación y agravio parece más bien el mal mismo. Los defensores de la censura, los canceladores, los linchadores públicos son quienes, disimuladamente gobiernan la esfera pública, los amos silenciosos que dominan con el capital moral que les concedemos en nombre de la buena conciencia.
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