La soberbia, la gran consejera del Presidente

Por Milenio | Domingo, Mayo 19, 2019

JUEGO DE ESPEJOS  (Federico Berrueto / Milenio Diario)



La consejera del Presidente no es su mujer, la señora Beatriz Gutiérrez. Tampoco es la secretaria de Gobernación, la de la Semarnat, la del Trabajo, la de la Función Pública o la de Desarrollo Social. No es Yeidckol Polevnsky, Claudia Sheinbaum ni Tatiana Clouthier. Tampoco es una hija, porque Andrés Manuel López Obrador no tiene el privilegio de gozar del cariño sublime de una hija. No lo es alguna mujer excepcional como Carmen Lira o una escritora, igualmente singular, como Elena Poniatowska. La consejera, la compañera de viaje de Andrés Manuel ha sido y es la soberbia.

El Presidente tiene prendas singulares como persona y como político. El trabajo, la pasión por lo que cree y su excepcional persistencia ante la adversidad. Es una persona especial y dejará, para bien y para mal, huella visible en el inventario de los hombres del poder. Pero la soberbia, la común y la moral, se le impone y le anula. Le lleva a la necedad y también a la soledad. No la soledad aquella del poeta al que como compañía le bastaban sus pensamientos. No, la soledad de él es la del aislamiento. Está alejado de lo mejor de sus colaboradores y también de la realidad con la que lleva fea disputa, sobre todo cuando no le favorece: la niega, la tergiversa. La soberbia hay que mantenerla a raya. Es tramposa porque se esconde en las convicciones y se disfraza en las razones.

La soberbia ha llevado al Presidente a desafortunadas decisiones. La soberbia ciega, ensordece pero no enmudece, lo contrario. Le obstruye su capacidad para ver la realidad y le distorsiona el oído, fino ante el aplauso y el halago complaciente de propios y extraños, se cierra ante las expresiones adversas, por veraces que sean. Eso le conduce a la intolerancia y también a que los mejores en su entorno callen, quienes a la larga se alejan, por eso la soberbia es hermana de la necedad, prima de la mezquindad y madre prolífica del error.

La soberbia trae un pleito a muerte con la humildad. Así es, porque ésta es conjuro contra aquélla y al mantenerla distante frena su perniciosa secuela. Es claro que el Presidente es una persona sencilla, compleja en sus adentros, pasiones y razones, pero sencilla en su vida y en sus acciones. Se sabe que es sencillo, pero no que sea humilde. Los personajes del pasado que él invoca como ejemplares tenían la fuerza del carácter, fina sensibilidad para dejarse apoyar por los mejores y la humildad para asumirse parte de un proyecto común. El Presidente tiene lo primero, no lo segundo y un promisorio futuro le depararía a él y al país si tuviera o aspirara a lo tercero; la única manera de impedir que sea la soberbia, como hasta hoy, la que dominara su temperamento.

Las cosas van cambiando. Para muchos la fiesta terminó. Viene la cruda realidad. Otros la seguirán y no se sabe por cuánto y hasta dónde. Vendrá más delante la ingrata tarea de recoger los platos rotos y las bajas por los excesos. Por lo pronto, el Presidente ya percibe la distancia que crece entre lo que quiere y lo que su gobierno puede.

El Presidente y su movimiento tienen mucho de donde cortar en lo que apoyo se refiere, como habrá de mostrarse en las elecciones en puerta. El aniversario de su triunfo y el predecible resultado favorable a su causa pueden ratificar lo peor de lo que ha habido o bien ser punto de inflexión para hacer propias las causas de todos. Ni más ni menos, optar por la soberbia o dar espacio a la humildad. Difícil saberlo, pero por lo que se ha visto gana espacio —por mucho— lo primero.

Hay quien dice que el peso de la realidad habrá de llevar al Presidente a la razón y de allí a la moderación y dar curso a un gobierno trascendente más por sus logros que por sus fallidas pretensiones. Deseable que así fuera, pero la querencia por la fuga hacia delante, efecto de la soberbia, anuncia lo contrario: seguir por el camino de la intolerancia y, de paso, un encendido pleito con la realidad que en su firmeza nada regatea.