Las palabras del Presidente

Por Milenio | Domingo, Febrero 17, 2019

JUEGO DE ESPEJOS   Por: Federico Berrueto 

Queda claro que el presidente Andrés Manuel López Obrador no tiene idea de lo importante que son sus palabras. Valen mucho por la investidura y, también, por su ascendiente en la población. No es asunto menor que el mandatario califique a un particular como corrupto o inmoral. El señalamiento es un agravio al honor del inculpado. Debe preocupar -y mucho- la ligereza con la que acusa, especialmente cuando su imputación implica la comisión de un delito, como es el del conflicto de interés.

El simple señalamiento de que la conducta no es ilegal, pero es inmoral también es agravio.

 

No hay -afortunadamente- un código moral que identifique las faltas de las personas. La moral del Presidente, como la de todos es subjetiva y, sobre todo, opinable, discutible.

El Presidente podrá insistir sobre la inmoralidad de los acusados, como lo hace también Donald Trump ante supuestas fake news, pero eso no da valor ni veracidad a lo señalado.

 

Lo cierto es que el Presidente acusa, daña y lastima el honor de particulares, quienes quedan en indefensión porque de la calumnia, y más viniendo de un Presidente, algo queda.

 

El Presidente a partir de este lunes ha ido rebasando la línea de civilidad a la que todas las personas están obligadas, más los servidores en funciones y mucho más quien es presidente. Cierto es que su mandato y mayor empeño es acabar con la corrupción; muy pocas personas estarían en desacuerdo, la cuestión es cómo hacerlo. Quizá para muchos las prédicas moralistas y las acusaciones incendiarias son el camino. Es un error. La corrupción tiene un origen: la impunidad. A ésta se le combate no con imputaciones de faltas morales, sino con la ley en la mano.

 

Abatir la impunidad es la madre de todas las batallas y ésta remite, obligadamente, a un tema de legalidad. Es cierto que el camino judicial es sinuoso, penosamente lento, pleno de dificultades y, por lo mismo, de resultados inciertos, pero no hay de otra, además es el camino más seguro para los gobernados. Para acusar a una persona se requieren elementos y pruebas, si se le va a sujetar a proceso es necesaria la intervención de un juez. Todo el proceso está regulado por la ley. Además, el acusado tiene el beneficio del debido proceso y de la presunción de inocencia, así sea el criminal que más hubiera ofendido a la sociedad. Llega la hora de que el Presidente se encamine cuanto antes por la legalidad.

 

La embestida moral desde el púlpito presidencial le da adeptos y seguramente muchos se sienten reconfortados y reafirmados en su esperanza de que el país dejará la venalidad y la simulación. Empero, esa ruta no lleva a ningún lado y sí plantea inconvenientes serios que envilecen al poder político, agravian a las personas y no atienden a la causa del problema que es la impunidad.

 

Las palabras del Presidente, su tiempo y sus recursos son muy valiosos y en buena parte insustituibles. Se entiende su indignación por el estado de cosas y en ello muchos mexicanos le acompañan, pero el problema es de resultados y las consecuencias de su estilo de gobernar y comunicar. López Obrador no será un presidente más. Su carácter y determinación revelan pretensiones trascendentales, como en su momento las tuvieran Luis Echeverría, José López Portillo o Carlos Salinas.

Ellos lograron mucho y en su momento lo alcanzado pareció inédito o histórico.

 

Ellos y quienes les acompañaron fueron rehenes de sus propias obsesiones por el descuido en el ejercicio del poder que les otorgaba la investidura y su desdén por la dignidad de las personas, sobre todo de sus no afines. Si de modelos se trata en el valor de las personas, la circunstancia llama a la serenidad de Juárez, el comedimiento de Madero o el temple de Cárdenas.